Se las conoce como peñas sacras y son formaciones rocosas que en la Antigüedad se creían de carácter “sobrenatural” y de connotaciones “mágicas”. Están relacionadas tanto con creencias animistas originarias del Paleolítico como con otras surgidas en el Neolítico, además de con mitos de origen indoeuropeo propios de los celtas atlánticos. Curiosamente, su “magia” pervive aún en tradiciones populares reprimidas durante la cristianización, la invasión musulmana y la Ilustración. “Es un fenómeno de larga duración”, tal y como lo define el arqueólogo de la Real Academia de la Historia Martín Almagro Gorbea en su artículo Las peñas sacras de la península Ibérica, publicado en la revista científica Complutum. Las numerosas investigaciones realizadas en los últimos años ―entre otros, por especialistas como Julio Esteban Ortega, José Antonio Ramos Rubio u Óscar de San Macario en Extremadura; Fernando Alonso Romero en Galicia; Jesús Caballero en Ávila; Ignacio Ruiz Vélez en Burgos, y Ángel Gari en el Pirineo oscense― han logrado que la cifra de santuarios localizados pase de 300 en 2005 a más de 1.300 actualmente. El abandono del campo y las nuevas infraestructuras los amenazan de muerte, por lo que se debería proceder, reclama Almagro, a la inmediata protección de estos “monumentos arqueológicos y etnológicos ante su grave riesgo de desaparición, pues son parte importante del Patrimonio Cultural de Europa”, además de ser un recurso turístico sin explotar.
Estas rocas, en su mayoría silíceas, se usaban para presentar sacrificios al numen o espíritu ancestral que las habitaba, que podía ser tanto masculino como femenino. Se creía que favorecían la fertilidad, la salud, el conocimiento del futuro, el correcto funcionamiento de la sociedad, fijaban la fecha adecuada para los ritos y festividades y ayudaban a disfrutar, entre otras virtudes, de un tiempo atmosférico propicio en cada estación.
“Durante el siglo XX cayeron en el olvido por las exageraciones celtomaniacas de los anticuarios del siglo XVIII y XIX, pero han vuelto a ser valoradas como elementos arqueológicos y étnicos gracias a estudios que aúnan datos etnológicos, arqueológicos, textos clásicos e históricos, de historia de las religiones, mitología, toponimia y arqueoastronomía”, relata el experto.
Su estudio evidencia que las peñas sacras “no ofrecen características físicas especiales, ni constituyen un punto destacado del paisaje, aunque suelen estar en lugares solitarios que estimulaban la percepción de sacralidad, por lo que son los ritos y mitos asociados a ellas los que permiten saber si son sagradas. Si se pierden esos mitos, pierden su valor”. De hecho, incide este catedrático emérito de Prehistoria de la Universidad Complutense, “para la gente del campo, hasta fechas recientes, toda peña sacra tenía poderes sobrenaturales, pues de forma implícita se consideraba habitada por un espíritu superior, una creencia que sin duda procede de tiempos ancestrales”.
Tienen su origen en creencias animistas que han perdurado hasta hoy como supersticiones más o menos cristianizadas. “Al extenderse el cristianismo, estas tradiciones fueron perseguidas como creencias paganas, pero sus ritos y mitos sobrevivieron porque estaban profundamente arraigados en la mentalidad popular”.
La peña sacra es un elemento muy simple y diferente del concepto de santuario, que requiere de especialistas o sacerdotes que lo habiten o cuiden. “Esta simplicidad se refleja en sus ritos, siempre personales y realizados por quien los lleva a cabo sin colaboración de intermediarios [sacerdotes]; en todo caso con un acompañante de la familia, como puede ser la pareja para ritos de fecundidad o el hijo al que se quiere sanar”.
Al extenderse estas prácticas en el tiempo, se consideraron supersticiones paganas y se propició su destrucción y olvido, aunque eso no impidió su uso lejos de ambientes urbanos. A partir del Renacimiento, algunos humanistas identificaron las peñas sacras y los monumentos megalíticos como “altares de sacrificios” que atribuían a los druidas celtas. Esta interpretación fue respaldada por los anticuarios ilustrados del siglo XVIII, quienes las consideraban también monumentos celtas dentro de una “celtomanía” que alcanzó su auge en el Romanticismo del siglo XIX. Dólmenes, menhires, peñas con cubetas y peñas caballeras se atribuían irremediablemente a los celtas y se interpretaban como “aras druídicas”, mágicas en definitiva. Por eso, la Ilustración intentó suprimirlas.
Sin embargo, el panorama ha cambiado en el siglo XXI, recuerda Almagro, al acrecentarse los estudios sobre estos monumentos: “La clave ha sido utilizar una metodología etnoarqueológica con perspectiva histórica para analizar su origen y su contexto cultural. Los estudios etnológicos y antropólogicos tradicionales daban una visión anacrónica que no llegaba a comprender la mentalidad de quienes usaban las peñas sacras. Estas creencias solo se pueden explicar como fosilización de ritos, mitos y tradiciones de origen prehistórico en un proceso de larga duración, que la sociedad rural había conservado asociados al microtopónimo que designaba cada peña, que se ha perdido al despoblarse el campo y desaparecer toda esta cultura de origen ancestral”.
Las peñas sacras de la península Ibérica se clasifican en 24 tipos que conforman seis grandes grupos según su función: numínicas (en las que habita un numen o espíritu), altares rupestres, propiciatorias, fecundantes, sanadoras y relacionadas con la organización de la sociedad. Dentro de cada grupo existen varios tipos, y alguna puede pertenecer a distintos grupos.
En Portugal se han identificado 233, en Galicia 230, en la zona de Zamora y Salamanca 154, en Extremadura 260, en Ávila 267 y en Madrid, Toledo y Ciudad Real otras 40, además de otros conjuntos importantes en Burgos y en la zona vasco-pirenaica. Esto supone una peña sacra cada 30 kilómetros cuadrados. La mayoría están en áreas silíceas y rurales, aproximadamente lo que era la Hispania céltica, que abarcaba desde el Sistema Ibérico hasta el Atlántico.
Aunque no todos los tipos de peñas ni todos los ritos tienen la misma cronología ni el mismo origen, en conjunto reflejan creencias de carácter muy primitivo, fuerzas anímicas superiores al ser humano y relacionadas con los ancestros. Al cristianizarse, pasaron a identificarse como el Demonio, la Virgen o algunos santos.
Los especialistas creen que su origen se sitúa en el Periodo Campaniforme (Tercer milenio a. C.), aunque no descartan, incluso, una mayor antigüedad, como ocurre en el llamado rito “de las peñas resbaladeras”, relacionadas con la fecundidad. Se trata de unas piedras planas inclinadas, entre los 25 y los 50 grados, por las que se dejaban caer las mujeres para quedarse embarazadas. Esta tradición es propia no solo de la península Ibérica, sino de Europa Occidental, desde Francia a Suiza, pero también en Grecia o el norte de África.
Los ejemplos de la pervivencia de estas costumbres son numerosos. Almagro recuerda que en el País Vasco, hasta el año 1326, los señores de Vizcaya sacrificaban vacas en una peña a su diosa tutelar. Esta continuidad funcional y mítica la testimonian también otros muchos casos, como el altar celta, la capilla mozárabe y la iglesia barroca de San Miguel de Celanova (Orense), los tres alineados, lo que prueba que en zonas rurales estos monumentos han seguido en uso prácticamente hasta la actualidad, pero convertidos en leyendas con profundo arraigo popular.
Una iglesia del siglo VIII sobre un dolmen
Esperanza Martín, directora del yacimiento Lucus Asturum y especialista en construcciones protohistóricas del área cantábrica, admite que hay una relación “indudable” entre estos altares “con sitios telúricos, que terminan convirtiéndose en creencias populares”. “En Cangas de Onís, sobre el dolmen de Santa Cruz, en tiempos de Favila [siglo VIII], se construyó una iglesia, porque era un sitio sagrado. El ser humano siempre ha considerado determinados sitios sacros. En 2017, un paisano que oyó la leyenda de que el último rayo de invierno en Cardiellu [Asturias] marcaba el lugar de un tesoro, halló justo donde indicaba el sol un hacha Palstave de la Edad del Bronce de las denominadas de talón y doble anilla. Hay decenas de ejemplos en la península. Todas las leyendas tienen un sentido y preservan una historia. Almagro está recuperando desde hace años cientos de estos lugares”. Daniel Gómez Aragonés, miembro de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo, considera “innegable” la relación entre las tradiciones populares y estos “lugares mágicos”. “En época visigoda se crearon muchas romerías que estaban basadas en costumbres eminentemente celtas. Si a esos sitios les añades el elemento agua, fundamental en la cultura celta, el cristianismo los convierte enseguida en lugares de culto de san Juan Bautista o de la Virgen María. Hay cientos por toda España”, dice. Gómez Aragonés, que califica a Almagro como el sumun de este tipo de investigaciones, recuerda que ya demostró la conexión entre las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer con esta desaparecida cultura en su libro Celtas. Imaginario, mitos y literatura en España.
Pero estos monumentos pétreos, concluye el artículo del académico, “están en un proceso final de desaparición a causa de la despoblación del campo y del profundo cambio cultural de la sociedad agraria en las dos últimas generaciones del siglo XX”. Y termina: “Deben ser conservados como auténticos monumentos de gran interés histórico y cultural antes de que desaparezcan definitivamente al ser olvidados o destruidos, pues testimonian ritos ancestrales del pasado prehistórico que la cultura europea ha conservado en su folclore, por lo que forman parte esencial de su patrimonio arqueológico y cultural”.
Artigo completo de Vicente Olaya en El País (24.02.2024)
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