Un día en Ítaca, sentado en las raíces de un olivo milenario que formaban una especie de trono frente a una hermosa bahía, saqué mi cuaderno de notas y me dispuse a escribir. Creía que estar en la patria de Ulises me inspiraría un texto excelente, pero después de mordisquear un buen rato el caparazón del bolígrafo, no se me ocurría nada, salvo tratar de distinguir si eran de liebre o de conejo las cagarrutas que había a mi alrededor. Pensé en lo que había dejado atrás al emprender este viaje. Atrás había quedado la mesa del café Gijón que daba al primer ventanal a través del cual había visto pasar la vida durante tantos años. Entre mi mesa y los lavabos del café había la distancia de unos 11 pasos. No es necesario explicar qué clase de menester realiza uno en el cuarto de baño. La escatología que sucede en su interior podría tomarse en este caso como una hiperbólica metáfora de la guerra de Troya y después de tirar de la cisterna, si uno se creía Ulises, al desandar los 11 pasos, podía imaginar que se trataba de su regreso a Ítaca. Sentado en las raíces de aquel olivo, bajo el silencio neumático que envolvía toda la isla, no hacía otra cosa que contar hormigas. En ese momento pasó un rebaño de cabras dejando en el aire un hedor a choto, muy ácido, muy lúbrico. Puede que John Keats hubiera extraído de este hedor cabrío un verso de oro, pero a mí no se me ocurría nada. La Ítaca real estaba llena de cagarrutas, de cabras y de hormigas; en cambio, cualquier noche de sábado, al salir del lavabo de café en ese camino de vuelta podía encontrar agolpados en la barra a la ninfa Calypso, a Nausícaa, a la maga Circe, a Polifemo, a Telémaco y finalmente a la propia Penélope esperando sentada a la mesa. No tenía ninguna necesidad de haber ido tan lejos en busca de una odisea. Allí estaban los personajes bebiendo, riendo, llorando, dispuestos a contarme cada uno su historia.
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