No me gustan las manos blandas y húmedas, las pastelerías con luz de neón, los granos de arroz dentro del salero, el helado servido en una copa de metal, los coches con alerones, los gritos del megáfono en las tómbolas donde se rifan muñecos de peluche, los que soplan en la cuchara de la sopa, las cunetas llenas de papeles y botellas, las vitrinas polvorientas de los bares de carretera que exhiben productos típicos de la región, los tipos que te hablan muy cerca de la cara echándote un aliento fétido. Odio los zapatos de rejilla, los besos en la mejilla demasiado húmedos, los huesos de aceituna sobre el mantel y el chándal para dar la vuelta a la manzana los domingos. El infierno de cada día también es eso.
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