-Aquí tienes tu bufanda -insistió el señor K, alcanzándole un frasco-. No salimos desde hace meses. [...]
Del frasco brotó un líquido que se convirtió en una neblina azul y envolvió en sus ondas el cuello de la señora K.
Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca y tersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas verdes, se movía suavemente en el viento de la noche.
Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra del marido, los pájaros de fuego se lanzaron ardiendo hacia el cielo oscuro. Las cintas se estiraron, la barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron suavemente. Las colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas columnas, las flores enjauladas, los libros sonoros y los susurrantes arroyuelos del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido. Oía sus órdenes mientras los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil chispas calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que arrastraban el pétalo de flor de la barquilla.
Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales de sueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida, volaban sobre ríos secos y lagos secos.
Ylla sólo miraba el cielo.
Ray Bradbury: Crónicas marcianas (p. 9-10)
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