sábado, 27 de outubro de 2018

Kenny Caufman



sólo la sed el silencio ningún encuentro cuídate de mí amor mío cuídate de la silenciosa en el desierto de la viajera con el vaso vacío y de la sombra de su sombra

Alejandra Pizarnik
 

martes, 16 de outubro de 2018

Enric González: Toshers de Londres

Durante siglos, hasta mediados del XIX, sólo los toshers conocían el mundo subterráneo [de Londres]. Quienes trabajaban en el alcantarillado limitaban sus movimientos a una pequeña área de laberinto, para no extraviarse y morir. Los toshers estaban dispuestos a correr el riesgo, recorrían durante toda su vida las catacumbas, las cloacas, las grutas, los ríos negros, y los más destacados de entre ellos presumían de conocer secretos que la humanidad ignoraba.

En London's Underworld, uno de los tomos de su enciclopédico testimonio sobre la pobreza y la delincuencia en el Londres victoriano, Henry Mayhew explica que los toshers se consideraban a sí mismos una raza superior, una élite proletaria que trabajaba por cuenta propia y que, en algunos casos, hacía fortuna:

"Muchas personas se introducen por las aberturas del alcantarillado en los bancos del Támesis cuando la marea está baja, armados con palos para defenderse de las ratas. Llevan una linterna para iluminar los tétricos pasajes y recorren millas bajo las concurridas calles en busca de los tesoros que caen desde arriba. Difícilmente puede concebirse una búsqueda más deprimente.

Muchos han caído en esos peregrinajes y no se ha sabido más de ellos; algunos se intoxican con los vapores venenosos, o se hunden en el cieno, o son presa de una banda de ratas voraces, o son sorprendidos por un súbito aumento de las corrientes."

Los toshers eran maestros en el conocimiento del complejo mecanismo de las mareas internas de la ciudad, y sabían orientarse en el laberinto subterráneo. Jamás revelaban sus conocimientos: para convertirse en tosher había que iniciarse desde niño y seguir a un veterano hasta ser capaz de orientarse solo y sobrevivir. El oficio de tosher no se enseñaba, se aprendía. Cada uno de ellos tenía en la memoria su propio manual, personal e intransferible.

Buscaban cualquier cosa: monedas, joyas, frascos, pedazos de metal. El gran tesoro, [...] era el tosherrom: un montón de monedas de cobre y plata, unidas en una especie de bola tras siglos de humedad y podredumbre.

Los toshers desaparecieron a mediados del s.  XIX, cuando las desembocaduras fluviales de las cloacas fueron cerradas con rejas y el gobierno ordenó la elaboración de planos de aquel mundo hasta entonces ignorado.

 Enric González: Historias de Londres (1999)

sábado, 13 de outubro de 2018

Nudistas na praia

 

 Sobreviviendo solo en forma de albúmina, este Von Gloeden de finales de la década de 1890 presenta a un Giacomo Lanfranchi en proceso de maduración a la izquierda, que fue fotografiado durante su juventud por Il Maestro. El compañero de Giacomo aquí es Fausto Bracca. Ambos se unieron a las fuerzas armadas italianas en 1915; ninguno regresó a casa.

venres, 12 de outubro de 2018

Álvaro Cunqueiro: "Noticias con gallina dentro"

Javier Mayoral:Chickens, roosters, and cocks (2017)

 Esta es una historia, y otra la de Melzburgo, famosa abadía de damas nobles, con abadesa mitrada y las madres probando veinticuatro apellidos de nobleza. Había en la abadía una raza de gallinas, plumaje cobrizo, muy calzadas en blanco y colipavas y buenas ponedoras; decían que las trajera el Turco cuando vino por Viena, y le dieron los imperiales con las puertas y el Danubio en las narices. De Melzburgo eran los huevos hilados, que las damas mandaban a Viena, y los más de los platos montados, ya imitando montañas, ya la gruta de Belén, ya Viena con sus puentes, ya la Ópera representándose Las bodas de Fígaro de Mozart, y todo en huevo hilado, y debajo una caja de música, con toda la gracia mozartiana. Pues bien, y abreviando: un día las gallinas de Melzburgo dejaron de poner. Se acostaron en un rincón, metieron la cabeza bajo el ala, y ni comían, ni ponían, ni cacareaban. Se dejaban morir, aburridas, en una esquina del corral. De Viena pedían Sus Majestades Apostólicas -debía ser María Teresa o José I quien reinaba-, fuentes de huevos hilados, y la abadesa, que era Su Alteza Carolina de Módena, tenía que escribir que había huelga de gallinas. Por fin un día, la noble dama decidió sermonear a las gallinas:

- Amigas, les dijo, ¿de qué os quejáis? Vivís entre damas de la más alta nobleza, y sois las más nobles gallinas de Austria y del Imperio todo. Nobleza es servidumbre: vuestra obligación es poner huevos para que nosotras podamos hilarlos y landarlos a Viena, donde está nuestro Emperador y el vuestro. Si tenéis alguna queja grave, dádmela por escrito.

Las gallinas se sometieron y se pusieron a poner, y hubo de nuevo huevos hilados en Schoenbrunn. Lo que no se sabe es la queja que tenían las gallinas, porque tenían que decirla por escrito, y ninguna gallina, hasta la fecha, supo leer y escribir... Cuando las guerras napoleónicas, los franchites comieron las gallinas de Melzburgo, y allí hubo fin la aristocrática raza. Nunca se sabrá pues, de qué se quejaban las gallinas de espléndido color de cobre, la cola pavisana, de calza blanca, de discreto cacareo, acaso de la escuela de la alegre y confiada ciudad de Viena.

in O reino da chuvia (p.420)

A música calada, a soedade sonora