Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba los
bordes de los techos, los niños esquiaban en las laderas; las mujeres, envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas
como grandes osos negros.
Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un
horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. El hielo se
desprendió de los techos, se quebró, y empezó a fundirse. Las puertas se
abrieron; las ventanas se levantaron; los niños se quitaron las ropas de
lana; las mujeres se despojaron de sus disfraces de osos; la nieve se derritió, descubriendo los viejos y verdes prados del último verano.
El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las
casas abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso aire desértico
alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte.
Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los
cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida. El verano del cohete. La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada
vez más rojo. El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes
de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete traía el
buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra...
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