mércores, 31 de maio de 2023

Antonio Gala: El manuscrito carmesí (p. 39)

Debilitada la cabeza por las largas caricias, agitada con los ojos en blanco sobre los almohadones, ignoro por qué me ha venido a las mientes una escena de mi adolescencia. Fue en una de las huertas del Generalife, en la más grande. Tenía entre las manos el libro de un maestro sufí, y veía -como antes y después tantas tardes- ponerse el sol. Era en verano. La humedad, y el ruido de las aguas que vienen y se alejan, y la luz resistiéndose a morir en la cañada que separa la colina de la Alhambra y la del Albayzín, suscitaban una gustosa melodía. Debajo de mí, que me hallaba sentado y silencioso, apareció por la ladera un muchacho de los que cuidan la huerta. Sin notar mi presencia, se dejó caer en un ribazo lleno de hierba a punto de agostarse. Estaba frente al sol poniente con la cabeza erguida, abiertas las piernas, las manos entre ellas. Y, sin prisa, con la parsimonia de quien obedece una sagrada rúbrica, se levantó la túnica, aflojó sus zaragüelles, y se masturbó como en un íntimo y total sacrificio al sol que se moría. O así lo entendí yo. El corazón me latía con fuerza, no sé si por el deleite al que estaba asistiendo, o por el temor de que el muchaco, concluido su acto, me descubriese. Caído sobre la hierba, se contrajo su rostro en un gesto que podría haber sido de un dolor insufrible, hasta que el crispamiento su suavizó, y se apaciguaron sus labios. El muchcho era tan esbelto, tan rústico y delicado a la vez que, excitado yo mismo, sacrifiqué también al sol, y me derramé sobre la tierra. El libro de amor místico había caído desde mis rodillas, y aquel día ya no leí más.

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A música calada, a soedade sonora