mércores, 19 de abril de 2023

Poema de Karmelo C. Iribarren

En pleno casco viejo de Donostia, medio escondido en una esquina oscura, hay un bar. Un bar pequeño, como tantos, a primera vista sin nada especial. Pero ese bar, llamado Akerbeltz, tiene una peculiaridad. Allí, en la esquina derecha de la barra, sentado en una banqueta, un chaval que trabajaba como camarero del local estuvo durante 20 años, entre copas y borracheras, escribiendo poemas. Poemas cañeros, ácidos, desencantados, tiernos, cotidianos, auténticos y por lo general tan convulsos como lo era por aquellos años su propia vida.

El poeta en cuestión tiene 56 años, se llama Karmelo C. Iribarren, es de San Sebastián, ha logrado vivir para contarlo (no las tenía todas consigo) y gracias en parte a las redes sociales se ha convertido en un autor de culto.

Esta es su historia. La historia de su vida extrema, tan extrema como su poesía, en la que apenas hay ficción y donde la realidad más descarnada siempre logra abrirse paso. «Y eso que algunos de mis poemas están suavizados en comparación con lo que me ocurría en realidad», asegura Iribarren con su sonrisa burlona mientras lleva a cabo el rito de muchas mañanas: sentarse ante una mesa del Hotel Londres, frente a la Playa de la Concha, mirar la lluvia (o no: Qué hago / mirando la lluvia, / si no llueve, como reza su poema Domingo, Tarde) y observar a quienes tiene a su alrededor mientras le da vueltas a su café. Hace ya 20 años que dejó el alcohol. «Un día me levanté y dije: se acabó. Y hasta ahora», sentencia.

Tomó la decisión después de que un hermano suyo muriera de cáncer con 33 años. «Pero, sobre todo, me cansé de beber, de ir todos los días a trabajar con resaca. Sabía que si seguía así acabaría matándome». Pero también admite que si Ana, su mujer, no le hubiera dado un ultimátum probablemente no lo habría dejado. «La conocí en el 81, nos casamos en el 87 y en el 99 nació nuestra hija. Se chupó los peores años».

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