Al día siguiente, cogí un par de huevos del frigorífico y llamé a la puerta de mi vecina. Le dije: “Toma, los huevos que me prestaste el jueves”. “No haberte molestado”, dijo ella aceptándolos, “pero me vienen bien, tengo la nevera vacía”. La verdad es que no me había prestado ningún huevo el jueves ni ningún otro día, pero los recibió con tal naturalidad que dudé de mí. Tal vez sí me los había prestado y no lo recordaba.
Poco tiempo después apareció ella con una tacita de sal que aseguró deberme. La tomé y de paso le di los dos pimientos rojos que afirmé deberle yo. De este modo, cogimos la costumbre de devolvernos cosas que no nos habíamos prestado o que habíamos olvidado haberlo hecho. Siempre eran cosas sencillas: una cebolla, un puerro, unos alicates. Un día que vino a devolverme un ibuprofeno la invité a tomar un café y vimos juntos el telediario. Luego se levantó y procedió a despedirme como si fuera ella la que vivía en mi casa y yo en la suya, de la que me dio las llaves como si se me olvidaran. “Que te dejas las llaves, despistado”, dijo. Ahora vivo en la casa de al lado, que creo que no es mía, aunque tampoco me atrevería a asegurarlo.
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