I.- Te presiento en cada esquina de la habitación. No te veo no, no consigo verte, pero te adivino y te presiento, y noto el roce de tus ropas entre los muebles; o quizá no lo noto, porque quizá estás desnuda y te paseas invisiblemente, calla y tenuemente, sobre los montones de periódicos atrasados que amarillean sobre la mesa cubiertos de polvo e indiferencia, sabiéndose olvidados adrede, porque ya no aportan nada nuevo a un mundo, panorama de actualidades, sangres, sensacionalismos, náuseas, oscuridades impenetrables de nos ser a través de ellos, de los diarios.
Pero están atrasados; diríamos casi jubilados (los titulares del primero de ellos anuncian la rendición de los argentinos en las islas Malvinas).
Vuelvo a percibirte como un susurro, un tenue murmullo de árboles y viento mezlcados, el otoño, que eres tú, nada más que tú; y aún no comprendo bien por qué escribo de ti; acaso es como si la máquina, siempre fría, inmóvil, siempre callada, se compadeciera de verme sentado ante ella, uno más entre tantos días, sin escribir nada que no vaya a la papelera, y me ayudara, y te inventara para mí.
No sé.
II.- Charlot en blanco y negro, pegado a la pared, me mira y continúa callado. Pienso por un momento que en sus ojos puedes estar tú; que eres ese puntito blanco que hizo la luz al reflejarse en ellos cuando sacaron la fotografía.
Pero no.
No puedes ser tú, porque estás entre los libros, y sobre los periódicos atrasados, y en la cinta de Mecano que suena ("No me mires, no me mires, déjalo ya...").
III.- La ventana, abierta a un campo de árboles, selvática fantasía, totalmente soterrado el campo por ellos, deja entrar demasiado aire en la habitación.
Cierro la ventana.
Nada más hecho esto, dejo de sentirte junto a mis cosas.
¿Te habrás escapado? Sí, es muy posible, te habrás difuminado entre el ya tristemente verde follaje. Y de nuevo, como antes, periódicos, máquina de escribir, libros, Charlot, ventana. Vacío.
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