mércores, 9 de xaneiro de 2019

Muchachas radiactivas

Cuando Catherine Wolfe Donohue llegó al almacén de la Radium Dial Company, en Illinois, a finales de la Primera Guerra Mundial, no podía ser más feliz. Para una obrera joven, de apenas 18 años, no había mejor trabajo que pintar esferas en los relojes de la compañía. Se trataba de una labor muy puntillosa, que requería precisión y buen pulso, pero se pagaba bien, a tanto por esfera pintada. Y lo mejor: le permitía trabajar con radio, el nuevo elemento de moda. Solo había que impregnar el pincel en la pintura, mojarse los labios en él, como aconsejaban los jefes, y ponerse a trabajar.

El radio era por entonces el símbolo de la sofisticación y el buen gusto, sinónimo del lujo y del progreso. A todo se le añadía: a los aparatos de radio, a la mantequilla, ¡incluso al agua! Se trataba como un tonificante milagroso. Por su novedad, se le conferían propiedades casi mágicas. Las chicas que entraban a trabajar en empresas de pinturas que contenían radio adquirían una sofisticación que no era solamente simbólico: al estar en contacto con las partículas de radio, su piel, su pelo y su ropa brillaban, como luciérnagas fosforescentes en la oscuridad. Así las llamaban: las muchachas luminosas. Tan solo veinte años más tarde, serían conocidas como el Escuadrón de las muertas vivientes. Los centenares de mujeres que trabajaron para estas compañías, caían, envenenadas, con tumores y dolores terribles, primero en la boca y más tarde en los huesos, una tras otra. Todas murieron. También Wolfe Donohue.

Esta es la historia que cuenta la periodista Kate Moore en Las chicas del radio (Capitán Swing), en la estela de publicaciones que pretenden dar a conocer la importante labor que desarrollaron muchas mujeres en la historia de la ciencia, y que es apenas conocida.

Lucía Lijmaer en EP (09.01.2019)

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