venres, 28 de abril de 2017

Alec Wainman en Huesca

 Alec Wainman: El dr. González Aguiló (primera fila) con enfermeras del Spanish Medical Aid Committee (SMAC), el 28 de abril de 1937, en la localidad oscense de Poleñino

luns, 24 de abril de 2017

O pastor

Phallus impudicus

Era la época victoriana, y en los alrededores de la casa del naturalista más famoso de la historia crecía un hongo, para algunos, perturbador. “En nuestros bosques nativos crece una clase de seta, llamada en el vernáculo como Stinkhorn, aunque en latín tiene un nombre más grosero.” escribía Gwen Raverat, nieta de Charles Darwin, en sus memorias autobiográficas. Su nombre científico es Phallus impudicus y en España se le conoce por falo hediondo, “el nombre está justificado, ya que el hongo puede ser cazado solo por su olor” apuntaba Gwen. Tal como describe en el libro, fue su tía Henrietta quien inventó la cacería de susodicho falo: “Armada con una canasta y un bastón puntiagudo, una capa de caza y guantes especiales, olfateaba su camino en el bosque, deteniéndose aquí y allí, su nariz se crispaba, cuando captaba al olor de su presa; entonces al final, con un ataque mortal, caía sobre su víctima y metía su cadáver putrefacto en la cesta.” Al llegar a casa, Henrietta lanzaba la recolecta al fuego del salón “con la puerta cerrada; debido a la moral de las criadas” anotaba su sobrina. La hija de Darwin era conocida por su puritanismo y, bajó su criterio, los hongos fálicos debían ser exterminados; quién sabe si su forma impúdica o su olor fétido pudieran despertar libidos y pasiones. 

Las similitudes de Phallus impudicus con el miembro viril no son pocas. En su fase madura, la parte superior tiene aspecto de glande y está cubierta por una capa viscosa de color verde conocida como gleba. Al licuarse, huele a carne podrida dado que produce cadaverinas y putrescinas (sustancias estrechamente relacionadas con la espermina y la espermidina, presentes en el semen). Este hedor aleja a los predadores, pero atrae a las moscas.

Al contrario que la mayoría de setas, las esporas no son transportadas por el aire y dependen de los insectos. Después de germinar, las hifas —los filamentos que conforman el cuerpo de los hongos— se expanden en el subsuelo. Luego crece el cuerpo fructífero inmaduro que tiene forma esférica u ovalada. Su misteriosa aparición de bajo tierra condujo a la creencia generalizada de que eran los “huevos del demonio”. Cuando la humedad impera, de los mismos genitales diabólicos crece el falo en un proceso semejante a una erección. En ambos casos, el levantamiento es mediado por un líquido presurizado - la sangre sostiene al pene, el agua, al hongo - dentro un cuerpo hueco y poroso. Es tal la irrupción, que unos investigadores de Cambridge especularon, basándose en un modelo matemático, que con la fuerza ejercida por tres falos hediondos se podrían levantar unos 400 kilogramos de peso. La velocidad tampoco es negligible; mientras muchas setas requieren varios días para completar la maduración, el falo hediondo en aproximadamente una hora puede alcanzar su altura media, unos 15 centímetros. 

El olor nauseabundo del falo hediondo no seduce a los gourmets de las setas. Tampoco su posible toxicidad. No obstante, los “huevos del demonio” son comestibles. Cuando el falo es inmaduro, se pueden comer partes de las capas internas, ya sean crudas o cocinadas. Aparentemente, saben a guisante y en lugares como Francia y Alemania son consideradas una delicatessen. Especies similares se consumen en China. De hecho, el género Phallus se distribuye alrededor del mundo y existen varias decenas de especies, todas con la misma forma. De ahí el nombre científico que las une y su uso como afrodisíaco en diferentes culturas. En Montenegro, por ejemplo, los campesinos locales untan los cuellos de los toros con estos hongos para dotarlos de más fuerza.

Aunque el poder excitante de los Phallus parezca algo puramente simbólico y tradicional, hoy en día sus propiedades aún son motivo de controversia. En 2001 unos científicos de Hawái afirmaron en un estudio que el olor de una especie de Dictyophora (actualmente, clasificada como Phallus) produce orgasmos a las mujeres. Los autores del artículo apuntaron que compuestos de esta seta “podrían tener cierta similitud con los neurotransmisores humanos liberados durante los encuentros sexuales". El problema de este estudio es que, como mínimo, está mal hecho; la muestra es pequeña, el test no se reproduce en diferentes condiciones y no hay una evidencia clara de que los orgasmos sucedieran. Por otra parte, la "investigación" fue financiada por una compañía farmacéutica con intereses en el mercado del amor. Parece ser que los humanos queremos ver más allá de las analogías genitales, ya sea para atribuirles ideas pecaminosas o poderes afrodisíacos y, ya de paso, sacarles algún provecho.

Òscar Cusó: "El falo del pecado que no produce orgasmos", in EP (24.04.2017)

xoves, 6 de abril de 2017

García Márquez: "Un día de estos" en Los funerales de la Mamá Grande

 El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.

A música calada, a soedade sonora